En el mundo del streetwear, pocas marcas tienen una historia tan intensa y disruptiva como Supreme. Y todo comenzó con un joven inglés-americano llamado James Jebbia, que llegó a Nueva York con 19 años, una maleta llena de sueños y muy poco dinero en los bolsillos.
Corría 1983, y Nueva York no era la postal de moda que es hoy. Era una ciudad dura, insegura, al borde del colapso económico. Pero Jebbia estaba ahí, vendiendo mochilas durante el día y lavando platos en un restaurante chino por la noche. Vivía de changas, conoció a artistas como Gary Numan, y fue absorbiendo algo esencial: el valor de lo exclusivo. Aprendió que un producto único no solo genera deseo, también puede valer mucho más.
Su primer gran paso fue en 1989, cuando fundó Union NYC, una tienda que logró exportar ropa de culto a todo el mundo. Luego se asoció con Shawn Stussy, leyenda del streetwear, pero en 1991 vendió su parte y se quedó nuevamente sin rumbo... ni plata. Sin embargo, tenía claro que su camino era la moda urbana. Con ayuda de Shawn y unos ahorros, reunió 12.000 dólares.
En 1994, con 31 años, fundó Supreme en Lafayette Street, en pleno SoHo. Su concepto era claro: una tienda para skaters, sin reglas, donde incluso se pudiera entrar patinando. El primer producto fue una tabla de skate diseñada por él mismo, y luego vinieron las remeras, buzos, gorras y pantalones. El mítico box logo rojo con letras blancas, inspirado (o directamente tomado) del arte de Barbara Kruger, marcó un antes y un después.
Sin saberlo, Jebbia había creado un monstruo cultural. Rápidamente, Supreme fue adoptada por íconos como Mike Tyson, Kate Moss y artistas de culto como Rammellzee. La marca comenzó a crecer a base de colaboraciones con gigantes como Nike, Louis Vuitton, Vans, The North Face, Lacoste, Timberland, y artistas como Kaws y Takashi Murakami. Incluso lanzó productos inesperados como galletitas Oreo y pasta de dientes Colgate.
Hoy, Supreme es mucho más que una
marca de ropa. Es una declaración, un símbolo de lo cool, de lo escaso y de lo deseado. Está valuada en 2.1 billones de dólares, pero para muchos, su valor cultural es incalculable. Y todo comenzó con un tipo que entendió que la exclusividad es poder.